dijous, 11 de març del 2010

HACERSE TONTO, Carlos Frabetti, marzo 2010, Loquesomos

Decía Jardiel Poncela que solo hay dos caminos hacia la felicidad: uno es hacerse el tonto; el otro, serlo realmente. Pero hay una tercera vía hacia la felicidad burguesa (aunque en realidad es una variante de la primera que la lleva a confluir con la segunda), que consiste en hacerse el tonto con la suficiente entrega e insistencia como para que el papel acabe adueñándose del actor y llegue a desaparecer el artículo: hacerse tonto a fuerza de empeñarse en parecerlo.

Quienes hemos hecho de la cultura y la comunicación nuestro oficio, sabemos con qué saña las mafias mediáticoculturales, en estrecha connivencia con las mafias políticoeconómicas, persiguen cualquier forma de disidencia digna de ese nombre, cualquier alternativa real a un discurso dominante hecho de mentiras, tergiversaciones y omisiones. Cuando un escritor, un periodista, un cineasta, un dramaturgo o un actor consigue hacerse un hueco en los disputadísimos escaparates de la cultura, los poderes establecidos, de forma más o menos explícita, le lanzan un mensaje inequívoco: “Si aceptas nuestras reglas, te haremos rico y famoso; de lo contrario, te condenaremos a la invisibilidad. Son unas reglas sencillas y nada duras: puedes decir y hacer lo que quieras siempre que no pongas en cuestión el orden seudodemocrático en el que se basan nuestro poder abusivo y nuestra desmedida riqueza. Puedes incluso protestar y hasta criticarnos o ridiculizarnos un poco, como hacían los bufones con los reyes, pues eso contribuye a flexibilizar el sistema y a darle una apariencia de pluralidad y apertura; pero nunca olvides que hay límites que un bufón no puede sobrepasar sin poner en riesgo su cabeza”.

Es un trato conveniente para ambas partes: al poder le sale mucho más barato -tanto en términos económicos como políticos- comprar a los intelectuales y a los artistas que reprimirlos. Y a la mayoría de los intelectuales y artistas, además de resolverles la vida, los halaga que los compren; parece una forma de reconocer su valor, aunque en realidad solo es una manera de ponerles precio. Y una vez que alguien ha conseguido hacerse rico y famoso, ¿cómo va a rebelarse contra aquello y aquellos a los que debe su fama y su riqueza? El bufón que no nace tonto, se lo hace; y a menudo se hace el tonto con tal empeño que acaba creyéndose su propia farsa.

Eso explica, entre otras cosas, la vergonzosa falta de solidaridad de los profesionales de la cultura y el espectáculo -un colectivo que debería mostrarse especialmente sensible a los ataques contra la libertad de expresión- tras el reciente linchamiento mediático de Guillermo Toledo. Los mismos que se apretujan para salir en las fotos cuando se trata de defender causas bien vistas por algunos sectores del poder, han huido en desbandada ante la criminalización de un compañero que se ha atrevido a denunciar las falsedades difundidas por los grandes medios de comunicación sobre Cuba, y no le han brindado el menor apoyo tras el brutal acoso al que ha sido sometido por esos mismos medios, cuyo generalizado encanallamiento, dicho sea de paso, es el más claro y alarmante síntoma de nuestra pésima salud democrática.

Pero no solo los intelectuales y artistas se hacen (los) tontos. No menos graves que la insolidaridad y la cobardía de sus compañeros son los ataques de que ha sido objeto Guillermo Toledo por parte de los sindicatos policiales, que han visto en sus comentarios sobre las violaciones de derechos humanos en el Estado español “un insulto a los policías de la democracia”. ¿Por qué no se sienten insultados esos “policías de la democracia” por las declaraciones de Amnistía Internacional o de los relatores de la ONU, mucho más contundentes y significativas que las de Toledo? ¿Por qué no se sienten insultados por la existencia misma de una Coordinadora para la Prevención de la Tortura formada por más de cuarenta organizaciones de todo el Estado español, que precisamente en estos días se han reunido en Sevilla y han hecho públicos informes espeluznantes? ¿Por qué no se sienten insultados por los dos millones de entradas que cualquiera puede ver al teclear juntas en Google las palabras “España” y “tortura”? Y si se sienten insultados por AI, la ONU, la CPT y Google, ¿por qué no arremeten contra estas poderosas organizaciones con la misma virulencia con la que atacan a un indefenso actor linchado por los medios? Aclararé, por si alguien se hace el tonto, que son preguntas retóricas, puesto que todos sabemos la respuesta.