Ser judío, del orgullo a la vergüenza
Paulo Slachevsky
Fundador de la Editorial LOM
Chile
Siempre me he sentido orgulloso de
ser parte del pueblo judío, de una cultura que con todas sus contradicciones
vio nacer a Montaigne, Spinoza, Marx, Freud, Einstein, Trotsky, Arendt, tantos
hombres y mujeres que han hecho significativos aportes a la humanidad, en la
creación y en la búsqueda de un mundo más justo y humano.
Me siento judío cuando pienso en
los sueños que marcaron a generaciones de jóvenes que fueron ensanchando el
mundo con sus aspiraciones de libertad, de comunidad, de justicia, de
hermandad, que transversalmente han cruzado colores de piel y naciones. Desde
el mismo texto bíblico Éxodo, está explícita la necesidad y experiencia de la
libertad de un pueblo, de las aspiraciones y derechos cuando se está sometido
al yugo, al sometimiento.
Me identifico con la historia
emblemática de exilios y dolores del pueblo judío, en cuyas esperanzas de
libertad se reflejan todos los pueblos. Y esa historia, con horas trágicas, me
ha motivado, como a muchos otros, a defender irrestrictamente los derechos
humanos, partiendo por el derecho a la vida y a la dignidad.
Me siento orgulloso de ser judío
por el deber de memoria que marca su cultura, la cultura de la escritura, del
comentario, la traducción y la crítica; por la constante interpelación ante la
indiferencia. Por su reconocimiento a los justos que en horas de horror, a
riesgo de sus vidas, hacían real la palabra solidaridad y todo por salvar a los
perseguidos. Por una historia que ha interpelado a nuestra humanidad como seres
humanos, más allá de razas y creencias, por su lucha contra la indiferencia.
Por todo ello me identifico
también, y no puedo quedar indiferente, ajeno, a los dolores de otros pueblos,
de otros seres humanos. Como no me es indiferente el dolor de los judíos a
través de la historia y su derecho a constituirse en nación, tampoco me es
indiferente ese derecho para el pueblo palestino, el pueblo kurdo, los pueblos
indígenas de nuestro continente.
Y cuando es el Estado de Israel, en
nombre del pueblo judío, quien repite en otros lo que le tocó vivir a este
pueblo una y otra vez a lo largo de siglos, me avergüenza. Sí, me avergüenza.
Me avergüenza ver hoy cómo se
masacra al pueblo palestino bajo el discurso de la defensa propia.
Me avergüenza que se diga
“retírense para salvaguardar sus vidas”, cuando bien se sabe que no tienen
adónde ir y se les tiene encerrados en un gueto de miseria, opresión y
humillación.
Me avergüenza cuando se les pide
cordura, pacifismo y racionalidad mientras día a día se les ocupa, se les
maltrata y se les asesina, intentando cortar toda posibilidad de futuro.
Me avergüenza que la comunidad
judía califique toda crítica y presión internacional como persecución o
antisemitismo, cuando fue la misma solidaridad internacional y las Naciones
Unidas las que dieron legitimidad al Estado de Israel.
Me avergüenza que como pueblo no
seamos capaces de masivamente alzar la voz y dejemos que dominen las voces del
egoísmo ciego, incapaz de mirar más allá de sus intereses a corto plazo.
Me horroriza cómo se usa toda la
potencia guerrera contra la población civil, cómo se ejecuta el castigo “por
cada baja de mi lado, tendrán 10 o 50 del vuestro” que han aplicado las peores
tiranías de la historia.
Sin duda hoy y en estos años se ha
manchado de triste manera la historia de un pueblo que para muchos era sinónimo
de justicia y libertad. Bien nos ha enseñado la historia que no se acallan los
anhelos de libertad y dignidad con la censura y la fuerza, que no se puede
hacer cualquier cosa en nombre de la seguridad y del deseo de expansión
territorial, que por la fuerza se pueden ganar varias batallas, pero sostenerse
solo a través de ella pone en claro riesgo la perpetuidad.
Es hora de parar ya y no manchar irremediablemente
nuestra memoria y sentidos de comunidad dejando a nuestros hijos un legado de
infamia. Del otro lado del muro están nuestros hermanos.