Se negaba a recibir admiración: así lo entendí cuando fue a entrevistarla la primera vez hace ya muchos años. Quería comprensión para con lo que hacía, hablar de música, hablar de arte, de ser y de servir. No quería convertirse en símbolo, ni que la consideraran en la Voz de América, ni emitir tesis: era un interprete, tal vez una ventana por la que asomarse para ver lo importante, porque al otro lado de lo que cantaba había pueblos, quizá un continente, y ella quería que dirigiéramos la mirada a la luna, no al dedo que la señala.
Pero ella no era un dedo que señalaba, era una luna redonda, que brillaba en su piel oscura y en sus ojos negros de civilización antigua: era una mujer grande, con poncho, con voz recia, con criterio, que sabía lo que quería. No me pareció una mujer feliz, pero ¿cómo serlo, si su gente, la que no pudo acogerse al exilio, vivía una infame dictadura bajo militares mil veces asesinos, que tiraban al mar a los hijos de sus amigas?
Mercedes Sosa nos enseñó un folklore nuevo, una voz poética que se agarró a nuestras almas para siempre. Generaciones de personas que amamos la belleza la llevamos prendida en nuestro recuerdo y si alguna vez, porque amamos o somos amados, porque gozamos del don de expresarnos, tenemos que dar gracias a la vida, su voz se nos impone y con ella lo decimos todo y de qué manera.
Gracias; Mercedes, que nos has dado tanto. Buen viaje hasta el mar o hasta el infinito, que son los lugares de los grandes. Mientras, quienes te queremos, cuidaremos tu legado. Hoy sonará tu voz con más fuerza que nunca. Tu voz, que ya es nuestra voz.
Pilar del Río